27 febrero, 2015

¿Hacer cultura? ¿Para qué?

Todas las personas hacemos cultura; sólo que algunos haceres son más visibles que otros. Cuestión
de recursos, de capacidades, de prestigios y, por qué no, de poderes diferentes.
La mayoría de las personas hace cultura de un modo inconsciente y en el acto mismo del vivir cotidiano; otras de un modo deliberado, con objetivos precisos. Entre unas y otras todas las graduaciones son posibles para este hacer cotidiano, social e histórico que pretendemos englobar bajo el concepto genérico de hacer cultura.
"Lo cultural" está cada día mas presente en la agenda pública, por lo menos en el plano discursivo. Casi no hay pagina de diario donde, por una u otra razón, no se mente "lo cultural" como origen de los mas diversos fenómenos: desde los accidentes de tránsito hasta el calentamiento global parecen depender de un cierto sustrato humano al que llamamos cultura. Sobre el que se predican las más diversas formas de intervención publica o privada o, mejor aun, ambas a un tiempo.
Las personas hacen cultura a través de pequeños gestos. Decisiones mínimas que, a través de procesos complejos, a veces incognoscibles, devienen cultura.
Cuando alteramos la forma de preparar un alimento o incorporamos un producto nuevo a nuestra vida cotidiana estamos haciendo cultura en el sentido mas amplio del término.
Cuando decidimos ir a ver un espectáculo musical y no otro; o no ver ninguno; estamos haciendo cultura.
Cuando algunas formas sexuales pasaron de ser practicas prostibularias o clandestinas a una opción más dentro del juego amatorio de cualquier pareja estamos haciendo cultura.
Porque la cultura esta hecha de esos pequeños gestos cotidianos que ejecutamos porque sí; porque nos placeen, porque acostumbramos. Son reiteraciones de un antiguo mapa mental que hemos heredado en su mayor parte; que hemos adquirido por la educación o, incluso, por el peso creciente de las industrias culturales.
Quizás, "el principio del placer" de Sigmund Freud o ese "interprete" memorioso y acomodaticio que, según las neurociencias, aloja nuestro cerebro para orientar nuestro vivir cotidiano.
Un repertorio cotidiano provisto por la cultura sobre el que vamos escribiendo cambios y permanencias según las movedizas condiciones de nuestros entornos físicos y simbólicos.
Claro que algunos de esos cambios son simples modas pasajeras sin otra consecuencia que su rápido reemplazo. Pero otros, tal vez los menos, perfilan nuevos modos de ser humanidad.
El gesto - cuya complejidad merece más que este breve texto - es el espacio mas íntimo de ese hacer cultura; el lugar del libre albedrío mismo.
El gesto puede consistir, en un extremo, en hacer existir aquello que podría no existir. Y entonces ya estamos creando un mundo que resulte más habitable. Y aun así no ser conscientes del impacto cultural - integral - que puede tener nuestro gesto.
Todo gesto entraña un sentido que pude ser instrumental como cuando ensayamos un modo nuevo de hacer algo. O simbólico cuando significamos un afecto, un artefacto o una ilusión.
¿Cuándo fue, por ejemplo, que los varones argentinos empezamos a saludarnos con un beso en lugar del tradicional apretón de manos?
Gesto y sentido son inseparables. Y, como tales, embrión de cultura. Pequeñas decisiones cotidianas, voluntarias o no, instrumentales o significadas, que articuladas con comportamientos colectivos adquieren dimensión de cultura.
El gesto, aun cuando fuere casual o involuntario, siempre esta situado entre un cierto horizonte simbólico que define lo que podemos imaginar hacer y un suelo o nicho ecológico concreto que presiona como límite y plataforma.
El gesto entendido como simple voluntad de estar ahí apunta siempre a un vivir digno o significado - con sentido - desde la cotidianeidad del vivir. Reflejo de cultura - estrategia de vida, decía Kusch. El gesto es expresión del mero estar cuando remite a la simple necesidad de vivir. Su aparente pasividad encubre un comportamiento - casi - ritual como el de quien se persigna frente a la imagen de la virgen María entronizada a la entrada al tren subterráneo en, por ejemplo, la estación Constitución de Buenos Aires. Eso corresponde al pueblo que pasa y celebra porque vive.
En estos casos el gesto es un residuo del rito; una suerte de hermano menor que en lo cotidiano memora y reinstala la conciencia mítica reiterando un gesto ritual sin ser el rito en sí.
Otra cosa es entronizar la imagen de la virgen porque ahí ya hay un plan, una política. Un acto deliberado en suma, que se imagina, se proyecta y luego se ejecuta.
Hay ya una cierta vocación de poder o, cuando menos, de establecer algún tipo de vínculo con él.
La cultura aparece entonces con un sentido explícito que busca ser de una determinada manera y no de otra. Que proyecta una valoración del mundo y las formas de habitarlo.
Aunque a veces se enmascare detrás de elementos técnicos o del más refinado concepto de buenas prácticas las políticas culturales siempre instalan un sentido.
Las técnicas son necesarias, aún imprescindibles porque construyen capacidades, pero cuando se proponen como sustituto de una cultura devienen subterfugio. Porque hacer cultura supone, ya lo dijimos, instalar un sentido del vivir en comunidad.
Capaz, parafraseando de nuevo a Kusch, de fagocitar todo lo necesario para hacer cultura, incluso las técnicas, desde el propio sentido.
Un sentido que debemos hacer explícito para que sea honesto y promueva convivencia. Porque cuando se escamotea huele a dominio enmascarado. A poder que se oculta.
Todas las formas de poder – aún las más perversas – han proyectado una cultura. De allí la necesidad de exponer los mapas de la cultura y de aquello que solemos llamar lo cultural y sus construcciones implícitas de sentido.
Abrir el mapa significa preguntarse por los protagonismos y las valoraciones ¿El hacer de quién se privilegia? ¿Por qué un obrar es arte y otro artesanía? ¿Por qué los organismos culturales tienen el diseño que tienen? ¿Cómo se definen los presupuestos culturales?
Para promover mejores convivencias necesitamos explicitar, criticar, revisar, de-construir y reconstruir permanentemente el hacer cultura de cada comunidad. Y los mapas culturales que le dan sustento, justificación histórica. Hacemos según el mapa cultural desde donde actuamos; un guión implícito que gusta de ocultarse, volverse sentido común.
Como se dijo, las personas - y las organizaciones - hacemos cultura de un modo cotidiano y permanente si es que consideramos que cultura es todo lo hecho por la humanidad social e históricamente.
Donde lo social se articula de modos a veces misteriosos con lo individual ¿que hace que la creatividad de una persona, o un grupo de ellas, trascienda el tiempo y el espacio sino la persistencia social en valorarla aunque nunca nos pongamos de acuerdo en cómo ocurre esa valoración?
Históricamente porque cada obrar ocurre en un desesperado aquí y ahora donde formulamos, revisamos y cambiamos nuestras estrategias de vida.
Algunas personas e instituciones desarrollan ese hacer cultura como un hacer especializado y consciente: ejecutan políticas culturales para incidir en el devenir histórico de esas estrategias de vida.
Para concebir, planificar, ejecutar y evaluar esas políticas culturales han necesitado definir un término - cultura - que ha estado sometido a los vaivenes del poder de unas personas y sociedades sobre otras. Un poder que se legitima precisamente en un modo de entender y promover algunas formas de convivencia humana en desmedro de otras.
Desde este lugar es imposible hacer cultura sin sustentarse en un cierto modelo de cultura que, naturalmente, no es neutro en términos de derechos y obligaciones y que, con demasiada frecuencia, significan privilegios para unos y onerosas cargas para otros.
Desde la esclavitud y los varios apartheids que supimos construir hasta las exclusiones varias que aun hoy sufren nuestras sociedades, la condición humana se ha basado en distintos modos de hacer cultura que construyeron entre sí relaciones polifacéticas y complejas. Heterogéneas, cambiantes, complejas y conflictivas; nos recuerda siempre Santillán Güemes.
La experiencia humana construye una apropiación planetaria que - en un sentido amplio - podemos rastrear hasta el principio de los tiempos. Los viajes de Marco Polo o la circunvalación del planeta son puntos de inflexión en ese proceso.
La globalización - entendida en su especificidad económica y financiera - es un momento de ese proceso de más largo aliento. La pequeña y la gran historia en términos de Kusch.
Una globalización que está sostenida por la superposición de las más diversas matrices de poder que abarcan desde la vida religiosa de los pueblos hasta los sistemas de distribución de contenidos de todo tipo: socialización, entretenimiento, arte, educación, etcétera.
Sus resultados – los de la globalización – están a la vista; alcanza con leer las conclusiones del informe NUMA 2013 o, para ser más claros, sus advertencias sobre la crisis ecológica terminal que vive el planeta para entender que el actual orden global no sólo es injusto – que ya sería bastante – sino profundamente riesgoso para el sostén de la vida humana misma. Y sin embargo está sostenido por unos modos de hacer cultura que desplazaron, y siguen desplazando, a otros posibles.
No es este el lugar para un análisis pormenorizado de estas matrices de poder que intentan gobernar el mundo pero sí para decir que el hacer cultura no puede ser indiferente a sus tensiones, conflictos y oportunidades. Y de hecho, cuando así se pretende, resulta sospechoso por lo que calla.
Hay, por lo menos, tres aspectos críticos en cualquiera de los modos de hacer cultura sobre los que debiéramos llamar permanentemente la atención:
- la matriz energética de nuestras sociedades por ser la principal amenaza a nuestro nicho ecológico; su concentración en pocas manos; cómo se vincula con nuestros hábitos de consumo; de transporte; con nuestros modos de vivir, en suma.
- la matriz de distribución del ingreso en tanto representación, por un lado de la dignidad de la vida humana y por otro de la inviabilidad de un consumismo insostenible para la salud del planeta tanto como para la convivencia entre la opulencia de unos y las más absoluta marginación de las mayorías.
- la matriz cultural planetaria que no termina de suprimir todas las tendencias etnocéntricas incubadas durante la modernidad pero que tampoco debiera consagrar un relativismo cultural que, en su nombre, tolere las más flagrantes violaciones a los derechos humanos. La situación de la mujer en algunas sociedades es un claro ejemplo del límite imprescindible a la diversidad cultural.
Las tres – y sólo como extremos – se pueden sintetizar en una cuestión de la cual el hacer cultura no puede extrañarse a riesgo de volverse inhumano: la distribución del poder material y simbólico entre las personas y las naciones.
Por eso el hacer cultura siempre debe entrañar alguna distancia con el poder. Mínima a veces; hasta el más crudo enfrentamiento otras. Cuando esa distancia se pierde corre el riesgo de volverse simple propaganda oficialista sin que importe el color del oficialismo.
Poco importa que el oficialismo lo sea de un gobierno, de una ideología, de una corporación multinacional o de cualquier forma de concentración del poder.
De lo cual se deriva la cuestión paradigmática ¿Para qué hacer cultura? Para ser humanidad; la única especie animal que desarrolló conciencia de sí misma y, por tanto, necesita explicarla, significarla. Y proyectarla en el tiempo y el espacio de la gran historia sin perderse en los intersticios de las pequeñas historias de las elites, de cualquier naturaleza, incluso las llamadas elites culturales.



¿Hacer cultura? ¿Para qué? II

(Viene de nota anterior) Significación cuyas primeros pasos se hunden en la conciencia mítica de la
humanidad. Desde el mito griego de Prometeo que roba el fuego y las artes a los dioses para dárselos a la humanidad sufriendo luego un castigo eterno, hasta la humanidad de maíz del Popol Vuh de los mayas todos los pueblos del mundo han explicado en mitos el origen de la cultura asociándolo al diálogo con los dioses.
La filosofía y la ciencia también han intentado explicar esta necesidad tan humana de construir sentido. Clásicos como la Caverna de Platón o El Porvenir de una Ilusión de Sigmund Freud son algunos de los infinitos ejemplos posibles.
Si hay un tema común en estos – y otros – textos es el de la ascensión. A los dioses, al conocimiento o las formas científicas que la modernidad supuso superiores. Pero siempre se trato de ciertos sacrificios para elevarse, a los dioses, a la razón o a la ciencia. Dialogar con un sentido trascendente.
Sentido trascendente para dar cuenta del ser humanidad en cada encrucijada tiempo espacio; el aquí y ahora presionado por la gran historia.
Un espacio planeta sobre el que transcurre la experiencia humana en un tiempo cuyas coordenadas se mueven más rápidamente por unas tecnologías digitales que ponen la otredad en el centro de nuestros hogares. Realzando paradójicamente la importancia del espacio y el tiempo local en una convivencia francamente caótica.
Esta relación global / local al que algunos autores han llamado glocalización es uno de los principales desafíos del hacer cultura de nuestro tiempo.
Un planeta mundo y nicho ecológico único pero sometido a tantas representaciones simbólicas como porciones de experiencia humana hemos sabido desarrollar. Cuyas condiciones ambientales son cada día un poco más inestables y donde ya no es posible pensar en el aislamiento como salvoconducto: el cambio climático afecta por igual – o casi – a quienes más contaminan que a las culturas que ancestralmente han sacralizado a la madre naturaleza.
Un planeta mundo que además de objeto físico es también, y cada vez más, objeto de diseño: los modos de transitar su geografía; de obtener los recursos para la vida; de cerrar o abrir pasos físicos – el canal de Panamá para citar lo evidente – y simbólicos mediante fronteras ideadas para aislar a los empobrecidos de siempre.
Un mundo diseñado que hemos heredado de la historia pero también un diseño que podemos cambiar si ponemos en crisis nuestros mapas culturales.
Y una sociedad mundo que aún no se libra de las tensiones raciales, religiosas y económicas heredades de la modernidad.
Una era que se caracterizó por la pretensión de uniformar la experiencia humana detrás de los valores de una cultura superior - la occidental - a la cual el resto de las comunidades debían aspirar para salir de la barbarie y el atraso.
En nombre de esa superioridad cultural se cometieron atrocidades de todo tipo: el nazismo y el stalinismo fueron, en algún sentido, la consumación técnica de esos "ideales".
El vaciamiento cultural de los pueblos sometidos fue la regla de la modernidad. Y eso no ocurre sin costos humanos de todo tipo, incluso para el dominador.
Necesitamos construir un nuevo paradigma que haga posible una multiculturalidad global más preocupada por la convivencia que por los flujos financieros. Pero esto no se hace volviendo al medioevo como proponen integrismos varios. Extremismos de distintos y enfrentados colores que sin embargo son socios a la hora de impugnar las nuevas convivencia posibles.
Promover – por caso – la guerra civilizatoria contra el islam es tan reaccionario como destruir las estatuas del Buda, decapitar gente frente a las cámaras, masacrar cristianos, negar derechos básicos a los tibetanos o mutilar mujeres.
La gran pregunta para hacer cultura en el marco de esta crecientemente conflictiva multicultaralidad global es ¿Como procesamos la diferencia?
Anclados en el pasado, como única dimensión de análisis, solo caben el miedo, la violencia "preventiva' y la venganza. Seguir quemando brujas y lapidando Magdalenas.
La única salida es ser capaces de diseñar una globalidad multicultural tan respetuosa de la diferencia como firme en la defensa de un piso mínimo para la convivencia: la declaración universal de los derechos humanos. U otra si esta resultara insuficiente pero alguna capaz de establecer un nuevo diseño para vivir mejor en un mundo mejor.
Pero al mismo tiempo necesitamos reescribir simbólica y materialmente el espacio local; la comunidad próxima, la del vecino de la otra cuadra porque es en esa instancia donde se juegan los aspectos más concretos de la vida: nacer, alimentarse, amar y morir. La digitalización del mundo no puede reemplazar la materialidad de estos actos. Podrá informarla, ampliarla en algunos aspectos, conectarla pero finalmente necesitamos tocarnos, sentirnos, olernos; allí nuestra corporeidad sigue pesando como en los albores de la especie.
No es posible imaginar el desarrollo del espacio tiempo local prescindiendo del espacio tiempo del mundo como no es posible lo inverso. Y ese desarrollo tiene una dimensión cultural de la cual el hacer cultura no puede desentenderse; aunque quiera.
Tiene, el hacer cultura, también un despliegue instrumental: cómo lo hacemos, con qué herramientas, qué conocimientos y habilidades necesitamos poner en juego.
Desde el artista que auto-gestiona su propio obrar hasta el administrador cultural de los grandes presupuestos son muchas las denominaciones que utilizamos para designar a las personas que se ocupan de hacer cultura.
La producción artística y cultural; la promoción sociocultural; la gestión cultural; la administración cultural son especificidades que con demasiada frecuencia son tratadas como meras sinonimias de un mismo hacer y que, sin embargo, son diversas aunque falte delimitar adecuadamente sus competencias.
Una delimitación que va mucho más allá de la precisión académica: son las partes necesarias de una cadena de valor que bien gerenciada tiene una enorme significación.
En primer lugar porque genera el sentido de comunidad, destino compartido, necesario para la convivencia planetaria. Y también porque supone recursos económicos, puestos de trabajo y proyección hacia los mercados globales.
Muchas de las personas que participan del hacer cultura se horrorizan cuando hablamos de gerenciamiento, cuotas de mercado, participación en el producto bruto y otras consideraciones económicas.
Pero lo cierto es que los mercados culturales representan entre un tres y un cinco por ciento de la economía global. Las variaciones en el número tienen que ver con la diversidad de fuentes y metodologías para realizar estas mediciones.
En cualquier caso vale la pena, para encuadrar el debate, recordar que según García Canclini el
complejo audiovisual es el segundo rubro de exportaciones de los Estados Unidos. Que el mercado cultural global beneficia en primer lugar a USA con una participación del 55%; a Europa con un 25%; a Japón y Asia con un 15%. Y que América Latina obtiene sólo un 5% de ese mercado.
Por eso cuando hablamos de hacer cultura debemos incluir esta dimensión económica no porque reduzcamos la cultura al mero mercadeo sino para obtener, también nosotros, los beneficios de nuestro trabajo. Y para que el diseño de ese mundo multicultural del que hablábamos párrafos atrás no se haga sin nuestras voces y sensibilidades.
En términos instrumentales necesitamos entrenar nuestro hacer cultura en todos los planos y niveles; un proceso que en nuestra región comenzó hace apenas algunas décadas y de el que ya es tiempo de hacer análisis, obtener conclusiones y afinar nuestro desempeño. Sobre todo con miras a lograr la profesionalización de quienes se gradúan en nuestros institutos técnicos y universidades.
Capital humano muchas veces desaprovechado por la persistencia de una visión de muy corto alcance del hacer cultura que reduce las instituciones culturales a meros adornos del poder político, social y económico.
Por último el hacer cultura tiene un diálogo académico que seguir construyendo con las ciencias que pueden dar sustento a sus capacidades: las ciencias del poder – derecho, economía, ciencias políticas – las ciencias sociales en general con un acento mayor en la antropología y la historia y con la estética en tanto meta discurso sobre los lenguajes artísticos.
Un diálogo destinado – si cupiera, el debate no es menor – a construir su propia especificidad científica.
El hacer cultura es hoy una práctica de innumerables rostros, necesitada de delimitaciones más precisas en sus especificidades; en pleno proceso de profesionalización y que está debatiendo sus necesidades y potencialidades académicas. También una actividad económica crecientemente significativa. Pero sustancialmente es una actividad que construye sentido para vivir en plenitud; para ser humanidad. Sin la dimensión del sentido de la vida, el hacer cultura queda reducido a una mera técnica.