El
mundo que vivió entre las revoluciones burguesas de fines del siglo
dieciocho – la americana,
1776 y la francesa de 1789 – y la
implosión del estado soviético – 1991 – operó sobre un
supuesto cultural que no siempre recordamos: un estado, una cultura.
Así
podríamos recorrer páginas, discursos y acontecimientos destinados
a consolidar ideas tales como LA CULTURA ESPAÑOLA, LA CULTURA
ARGENTINA y tantos otros.
Claro
que si hablamos, por caso, con gallegos, catalanes y vascos, cultura
española se escribe, seguramente, con menos mayúsculas y muchos más
adjetivos que sustantivos.
Si
recorriéramos la Argentina con una mirada bien abierta veríamos que
guaraníes y mapuches – entre tantos otros – están culturalmente
hablando más cercanos a sus hermanos paraguayos o chilenos que a un
habitante de la ciudad de Buenos Aires.
Entre
1776 y 1991 esta contradicción estuvo tapada por conflictos inter
burgueses – diría el marxismo – o por conflictos nacionales
diversos y complejos – según creemos que mostró la historia.
Pero
caído el muro de Berlín los viejos nacionalismos volvieron por sus
fueros y – en un extremo – borraron estados completos como la
Yugoslavia de Tito o recrearon naciones como la Alemania por solo
citar dos ejemplos obvios.
Lo
cierto es que esa dura argamasa entre estado y cultura forjada –
también en un extremo – a sangre y fuego durante más de
doscientos años saltó por los aires en unos pocos lustros.
Algunas
miradas hablan de “un mundo de ciudades”; estados que se perciben
a sí mismos como herederos de “civilizaciones milenarias” como
postula el Plan Nacional de Cultura de México o Bolivia que se
define a sí misma como estado multinacional.
Hasta
aquí una breve reflexión histórica formulada desde una generación
nacida hacia mediados del siglo pasado y que pasó de la era nuclear
– máxima amenaza bélica de una modernidad prolífica en batallas
– a la aldea digital – máxima constancia tecnológica de una
posmodernidad aún innominada.
¿Cómo
impacta esta reflexión histórica en el discurso de la
administración cultural? Empecemos proponiendo algunas afirmaciones
sobre las cuales, creemos, no hay demasiada discusión:
nuestros
estados abarcan más de una cultura
nuestras
culturas atraviesan más de un estado
nuestras
ciudades son crecientemente multiculturales
nuestras
culturas se sostienen / espejan en más de una ciudad
nuestros
idiomas expresan más de una cultura
nuestras
culturas insisten en expresarse en más de un idioma incluida, claro,
la idea de “segunda lengua” en nuestros programas educativos
Un
bonito desorden heterogéneo, cambiante, complejo, conflictivo,
abigarrado y, sobre todo, polifacético.
Y
sin embargo los estados – y los más grandes conglomerados
empresarios – son quienes disponen de los mayores presupuestos para
formular y sostener políticas culturales.
Las
empresas, naturalmente, piensan el mundo como mercado. Los estados
¿pensaran el mundo como ciudadanía? ¿serán capaces de formular
derechos culturales que trasciendan las fronteras? Más allá, claro
está, de las buenas intenciones de una u otra declaración.
La
administración cultural debería, nos parece, pensar el mundo como
participación y sentido. Trascendencia de la experiencia humana, al
fin y al cabo.
Para
esto la administración cultural debería asumir que el caos no es
una opción entre otras; es una realidad que llegó para quedarse.
Que
la uniformidad no sólo es indeseable porque sacrifica la infinita
diversidad humana; además es inviable y anti económica.
Que
las regiones culturales, las rutas temáticas y las ciudades mismas
son territorios inculturados por múltiples relatos fundacionales.
Que
desde una objetividad honesta y veraz – subjetividad histórica y
socialmente compartida – cada pedazo de suelo le pertenece a
diversas, y a veces contradictorias, místicas culturales.
Y,
finalmente, que si estas premisas son compartidas la administración
cultural tiene por desafío la construcción de múltiples regiones
de convivencia cultural. Sin la ingenuidad de tolerar la
intolerancia; sin el menor atisbo de discurso único.
¿Qué
herramientas ha desarrollado la gestión cultural para intervenir
proactivamente en este escenario? Hasta ahora unos pocos organismos
multilaterales o de cooperación intercultural y no mucho más.
Quizás sea este el desafío más trascendente para la administración
cultural de este siglo ya quinceañero.