27 octubre, 2015

Identidades Culturales Superpuestas: desafíos para la administración cultural del siglo XXI


El mundo que vivió entre las revoluciones burguesas de fines del siglo dieciocho – la americana,
1776 y la francesa de 1789 – y la implosión del estado soviético – 1991 – operó sobre un supuesto cultural que no siempre recordamos: un estado, una cultura.
Así podríamos recorrer páginas, discursos y acontecimientos destinados a consolidar ideas tales como LA CULTURA ESPAÑOLA, LA CULTURA ARGENTINA y tantos otros.
Claro que si hablamos, por caso, con gallegos, catalanes y vascos, cultura española se escribe, seguramente, con menos mayúsculas y muchos más adjetivos que sustantivos.
Si recorriéramos la Argentina con una mirada bien abierta veríamos que guaraníes y mapuches – entre tantos otros – están culturalmente hablando más cercanos a sus hermanos paraguayos o chilenos que a un habitante de la ciudad de Buenos Aires.
Entre 1776 y 1991 esta contradicción estuvo tapada por conflictos inter burgueses – diría el marxismo – o por conflictos nacionales diversos y complejos – según creemos que mostró la historia.
Pero caído el muro de Berlín los viejos nacionalismos volvieron por sus fueros y – en un extremo – borraron estados completos como la Yugoslavia de Tito o recrearon naciones como la Alemania por solo citar dos ejemplos obvios.
Lo cierto es que esa dura argamasa entre estado y cultura forjada – también en un extremo – a sangre y fuego durante más de doscientos años saltó por los aires en unos pocos lustros.
Algunas miradas hablan de “un mundo de ciudades”; estados que se perciben a sí mismos como herederos de “civilizaciones milenarias” como postula el Plan Nacional de Cultura de México o Bolivia que se define a sí misma como estado multinacional.
Hasta aquí una breve reflexión histórica formulada desde una generación nacida hacia mediados del siglo pasado y que pasó de la era nuclear – máxima amenaza bélica de una modernidad prolífica en batallas – a la aldea digital – máxima constancia tecnológica de una posmodernidad aún innominada.
¿Cómo impacta esta reflexión histórica en el discurso de la administración cultural? Empecemos proponiendo algunas afirmaciones sobre las cuales, creemos, no hay demasiada discusión:
nuestros estados abarcan más de una cultura
nuestras culturas atraviesan más de un estado
nuestras ciudades son crecientemente multiculturales
nuestras culturas se sostienen / espejan en más de una ciudad
nuestros idiomas expresan más de una cultura
nuestras culturas insisten en expresarse en más de un idioma incluida, claro, la idea de “segunda lengua” en nuestros programas educativos
Un bonito desorden heterogéneo, cambiante, complejo, conflictivo, abigarrado y, sobre todo, polifacético.
Y sin embargo los estados – y los más grandes conglomerados empresarios – son quienes disponen de los mayores presupuestos para formular y sostener políticas culturales.
Las empresas, naturalmente, piensan el mundo como mercado. Los estados ¿pensaran el mundo como ciudadanía? ¿serán capaces de formular derechos culturales que trasciendan las fronteras? Más allá, claro está, de las buenas intenciones de una u otra declaración.
La administración cultural debería, nos parece, pensar el mundo como participación y sentido. Trascendencia de la experiencia humana, al fin y al cabo.
Para esto la administración cultural debería asumir que el caos no es una opción entre otras; es una realidad que llegó para quedarse.
Que la uniformidad no sólo es indeseable porque sacrifica la infinita diversidad humana; además es inviable y anti económica.
Que las regiones culturales, las rutas temáticas y las ciudades mismas son territorios inculturados por múltiples relatos fundacionales.
Que desde una objetividad honesta y veraz – subjetividad histórica y socialmente compartida – cada pedazo de suelo le pertenece a diversas, y a veces contradictorias, místicas culturales.
Y, finalmente, que si estas premisas son compartidas la administración cultural tiene por desafío la construcción de múltiples regiones de convivencia cultural. Sin la ingenuidad de tolerar la intolerancia; sin el menor atisbo de discurso único.

¿Qué herramientas ha desarrollado la gestión cultural para intervenir proactivamente en este escenario? Hasta ahora unos pocos organismos multilaterales o de cooperación intercultural y no mucho más. Quizás sea este el desafío más trascendente para la administración cultural de este siglo ya quinceañero.