
Todas las personas
hacemos cultura; sólo que algunos haceres son más visibles que
otros. Cuestión
de recursos, de capacidades, de prestigios y, por
qué no, de poderes diferentes.
La mayoría de las
personas hace cultura de un modo inconsciente y en el acto mismo del
vivir cotidiano; otras de un modo deliberado, con objetivos precisos.
Entre unas y otras todas las graduaciones son posibles para este
hacer cotidiano, social e histórico que pretendemos englobar bajo el
concepto genérico de hacer cultura.
"Lo cultural"
está cada día mas presente en la agenda pública, por lo menos en
el plano discursivo. Casi no hay pagina de diario donde, por una u
otra razón, no se mente "lo cultural" como origen
de los mas diversos fenómenos: desde los accidentes de tránsito
hasta el calentamiento global parecen depender de un cierto sustrato
humano al que llamamos cultura. Sobre el que se predican las más
diversas formas de intervención publica o privada o, mejor aun,
ambas a un tiempo.
Las personas hacen
cultura a través de pequeños gestos. Decisiones mínimas que, a
través de procesos complejos, a veces incognoscibles, devienen
cultura.
Cuando alteramos la
forma de preparar un alimento o incorporamos un producto nuevo a
nuestra vida cotidiana estamos haciendo cultura en el sentido mas
amplio del término.
Cuando decidimos ir a
ver un espectáculo musical y no otro; o no ver ninguno; estamos
haciendo cultura.
Cuando algunas formas
sexuales pasaron de ser practicas prostibularias o clandestinas a una
opción más dentro del juego amatorio de cualquier pareja estamos
haciendo cultura.
Porque la cultura esta
hecha de esos pequeños gestos cotidianos que ejecutamos porque sí;
porque nos placeen, porque acostumbramos. Son reiteraciones de un
antiguo mapa mental que hemos heredado en su mayor parte; que hemos
adquirido por la educación o, incluso, por el peso creciente de las
industrias culturales.
Quizás, "el
principio del placer" de Sigmund Freud o ese "interprete"
memorioso y acomodaticio que, según las neurociencias, aloja nuestro
cerebro para orientar nuestro vivir cotidiano.
Un repertorio cotidiano
provisto por la cultura sobre el que vamos escribiendo cambios y
permanencias según las movedizas condiciones de nuestros entornos
físicos y simbólicos.
Claro que algunos de
esos cambios son simples modas pasajeras sin otra consecuencia que su
rápido reemplazo. Pero otros, tal vez los menos, perfilan nuevos
modos de ser humanidad.
El gesto - cuya
complejidad merece más que este breve texto - es el espacio mas
íntimo de ese hacer cultura; el lugar del libre albedrío
mismo.
El gesto puede
consistir, en un extremo, en hacer existir aquello que podría no
existir. Y entonces ya estamos creando un mundo que resulte más
habitable. Y aun así no ser conscientes del impacto cultural -
integral - que puede tener nuestro gesto.
Todo gesto entraña un
sentido que pude ser instrumental como cuando ensayamos un modo nuevo
de hacer algo. O simbólico cuando significamos un afecto, un
artefacto o una ilusión.
¿Cuándo fue, por
ejemplo, que los varones argentinos empezamos a saludarnos con un
beso en lugar del tradicional apretón de manos?
Gesto y sentido son
inseparables. Y, como tales, embrión de cultura. Pequeñas
decisiones cotidianas, voluntarias o no, instrumentales o
significadas, que articuladas con comportamientos colectivos
adquieren dimensión de cultura.
El gesto, aun cuando
fuere casual o involuntario, siempre esta situado entre un cierto
horizonte simbólico que define lo que podemos imaginar hacer y un
suelo o nicho ecológico concreto que presiona como límite y
plataforma.
El gesto entendido como
simple voluntad de estar ahí apunta siempre a un vivir digno
o significado - con sentido - desde la cotidianeidad del vivir.
Reflejo de cultura - estrategia de vida, decía Kusch. El gesto es
expresión del mero estar cuando remite a la simple necesidad de
vivir. Su aparente pasividad encubre un comportamiento - casi -
ritual como el de quien se persigna frente a la imagen de la virgen
María entronizada a la entrada al tren subterráneo en, por ejemplo,
la estación Constitución de Buenos Aires. Eso corresponde al pueblo
que pasa y celebra porque vive.
En estos casos el gesto
es un residuo del rito; una suerte de hermano menor que en lo
cotidiano memora y reinstala la conciencia mítica reiterando un
gesto ritual sin ser el rito en sí.
Otra cosa es entronizar
la imagen de la virgen porque ahí ya hay un plan, una política. Un
acto deliberado en suma, que se imagina, se proyecta y luego se
ejecuta.
Hay ya una cierta
vocación de poder o, cuando menos, de establecer algún tipo de
vínculo con él.
La cultura aparece
entonces con un sentido explícito que busca ser de una determinada
manera y no de otra. Que proyecta una valoración del mundo y las
formas de habitarlo.
Aunque a veces se
enmascare detrás de elementos técnicos o del más refinado concepto
de buenas prácticas las políticas culturales siempre
instalan un sentido.
Las técnicas son
necesarias, aún imprescindibles porque construyen capacidades, pero
cuando se proponen como sustituto de una cultura devienen
subterfugio. Porque hacer cultura supone, ya lo dijimos,
instalar un sentido del vivir en comunidad.
Capaz, parafraseando de
nuevo a Kusch, de fagocitar todo lo necesario para hacer
cultura, incluso las técnicas, desde el propio sentido.
Un sentido que debemos
hacer explícito para que sea honesto y promueva convivencia. Porque
cuando se escamotea huele a dominio enmascarado. A poder que se
oculta.
Todas las formas de
poder – aún las más perversas – han proyectado una cultura. De
allí la necesidad de exponer los mapas de la cultura y de aquello
que solemos llamar lo cultural y sus construcciones
implícitas de sentido.
Abrir el mapa significa
preguntarse por los protagonismos y las valoraciones ¿El hacer de
quién se privilegia? ¿Por qué un obrar es arte y otro artesanía?
¿Por qué los organismos culturales tienen el diseño que tienen?
¿Cómo se definen los presupuestos culturales?
Para promover mejores
convivencias necesitamos explicitar, criticar, revisar, de-construir
y reconstruir permanentemente el hacer cultura de cada
comunidad. Y los mapas culturales que le dan sustento, justificación
histórica. Hacemos según el mapa cultural desde donde actuamos; un
guión implícito que gusta de ocultarse, volverse sentido común.
Como se dijo, las
personas - y las organizaciones - hacemos cultura de un modo
cotidiano y permanente si es que consideramos que cultura es todo
lo hecho por la humanidad social e históricamente.
Donde lo social se
articula de modos a veces misteriosos con lo individual ¿que hace
que la creatividad de una persona, o un grupo de ellas, trascienda el
tiempo y el espacio sino la persistencia social en valorarla aunque
nunca nos pongamos de acuerdo en cómo ocurre esa valoración?
Históricamente porque
cada obrar ocurre en un desesperado aquí y ahora donde formulamos,
revisamos y cambiamos nuestras estrategias de vida.
Algunas personas e
instituciones desarrollan ese hacer cultura como un hacer
especializado y consciente: ejecutan políticas culturales para
incidir en el devenir histórico de esas estrategias de vida.
Para concebir,
planificar, ejecutar y evaluar esas políticas culturales han
necesitado definir un término - cultura - que ha estado
sometido a los vaivenes del poder de unas personas y sociedades sobre
otras. Un poder que se legitima precisamente en un modo de entender y
promover algunas formas de convivencia humana en desmedro de otras.
Desde este lugar es
imposible hacer cultura sin sustentarse en un cierto modelo de
cultura que, naturalmente, no es neutro en términos de derechos y
obligaciones y que, con demasiada frecuencia, significan privilegios
para unos y onerosas cargas para otros.
Desde la esclavitud y
los varios apartheids que supimos construir hasta las exclusiones
varias que aun hoy sufren nuestras sociedades, la condición humana
se ha basado en distintos modos de hacer cultura que
construyeron entre sí relaciones polifacéticas y complejas.
Heterogéneas, cambiantes, complejas y conflictivas; nos recuerda
siempre Santillán Güemes.
La experiencia humana
construye una apropiación planetaria que - en un sentido amplio -
podemos rastrear hasta el principio de los tiempos. Los viajes de
Marco Polo o la circunvalación del planeta son puntos de inflexión
en ese proceso.
La globalización -
entendida en su especificidad económica y financiera - es un momento
de ese proceso de más largo aliento. La pequeña y la gran historia
en términos de Kusch.
Una globalización que
está sostenida por la superposición de las más diversas matrices
de poder que abarcan desde la vida religiosa de los pueblos hasta los
sistemas de distribución de contenidos de todo tipo: socialización,
entretenimiento, arte, educación, etcétera.
Sus resultados – los
de la globalización – están a la vista; alcanza con leer las
conclusiones del informe NUMA 2013 o, para ser más claros, sus
advertencias sobre la crisis ecológica terminal que vive el planeta
para entender que el actual orden global no sólo es injusto – que
ya sería bastante – sino profundamente riesgoso para el sostén de
la vida humana misma. Y sin embargo está sostenido por unos modos de
hacer cultura que desplazaron, y siguen desplazando, a otros
posibles.
No es este el lugar
para un análisis pormenorizado de estas matrices de poder que
intentan gobernar el mundo pero sí para decir que el hacer
cultura no puede ser indiferente a sus tensiones, conflictos y
oportunidades. Y de hecho, cuando así se pretende, resulta
sospechoso por lo que calla.
Hay, por lo menos, tres
aspectos críticos en cualquiera de los modos de hacer cultura
sobre los que debiéramos llamar permanentemente la atención:
- la matriz energética
de nuestras sociedades por ser la principal amenaza a nuestro nicho
ecológico; su concentración en pocas manos; cómo se vincula con
nuestros hábitos de consumo; de transporte; con nuestros modos de
vivir, en suma.
- la matriz de
distribución del ingreso en tanto representación, por un lado de la
dignidad de la vida humana y por otro de la inviabilidad de un
consumismo insostenible para la salud del planeta tanto como para la
convivencia entre la opulencia de unos y las más absoluta
marginación de las mayorías.
- la matriz cultural
planetaria que no termina de suprimir todas las tendencias
etnocéntricas incubadas durante la modernidad pero que tampoco
debiera consagrar un relativismo cultural que, en su nombre, tolere
las más flagrantes violaciones a los derechos humanos. La situación
de la mujer en algunas sociedades es un claro ejemplo del límite
imprescindible a la diversidad cultural.
Las tres – y sólo
como extremos – se pueden sintetizar en una cuestión de la cual
el hacer cultura no puede extrañarse a riesgo de volverse
inhumano: la distribución del poder material y simbólico entre las
personas y las naciones.
Por eso el hacer
cultura siempre debe entrañar alguna distancia con el poder.
Mínima a veces; hasta el más crudo enfrentamiento otras. Cuando esa
distancia se pierde corre el riesgo de volverse simple propaganda
oficialista sin que importe el color del oficialismo.
Poco importa que el
oficialismo lo sea de un gobierno, de una ideología, de una
corporación multinacional o de cualquier forma de concentración del
poder.
De lo cual se deriva la
cuestión paradigmática ¿Para qué hacer cultura? Para ser
humanidad; la única especie animal que desarrolló conciencia de sí
misma y, por tanto, necesita explicarla, significarla. Y proyectarla
en el tiempo y el espacio de la gran historia sin perderse en los
intersticios de las pequeñas historias de las elites, de cualquier
naturaleza, incluso las llamadas elites culturales.