Una nota del Diario Vasco expone una investigación realizada en España sobre el estado de las asociaciones culturales de ese país:
“Un informe elaborado por el Instituto de Estudios de la Universidad de Deusto sostiene que el asociacionismo cultural ha dejado paso a otra clase de participación popular: la vinculada a demandas relacionadas con servicios, damnificados o el consumo.”
“...más de la mitad (el 52%) afirman mantenerse gracias a partidas de las arcas públicas, su segunda fuente de ingresos tras las cuotas. Siete de cada diez de las que funcionan han surgido en los últimos 15 años (la mitad de ellas a partir del 2001) y apenas el 10% se fundaron antes de 1975. El estudio censa 49.568 sociedades en España y constata el envejecimiento progresivo de sus socios, (más del 60% de ellos ronda los 40 años) y tres cuartas partes (el 75%) cuentan con menos de cien asociados.”
No tenemos a mano datos comparables de la Argentina pero sospechamos que el panorama no es muy diferente. Si aceptamos esto último como premisa los gestores culturales debiéramos empezar a revisar el contexto donde esto se produce.
En una presentación sobre el libro de Jeremy Rifkin, La Era del Acceso, comentábamos la disputa que el autor analiza entre la “esfera económica” y la “esfera cultural”. Y su afirmación en el sentido de que “La producción cultural se convierte en el fin último de la cadena del valor económico”
No es de extrañar, entonces, que las personas tiendan más a participar en términos de “derechos del consumidor” antes que en el ejercicio de sus derechos culturales.
Sin embargo un paradigma semejante entraña una contradicción: la producción cultural supone un horizonte simbólico popular – en el sentido de toda la población – que no puede reducirse a criterios de rentabilidad empresaria.
En otra entrada de este blog nos preguntábamos ¿Es rentable la gestión cultural? Concluyendo que la disputa entre lo simbólico y lo “económico” ... "No es uno u otro espacio sino los dos al mismo tiempo; debiéramos perder el pudor por términos como cadena de valor, productividad, marketing y algunos varios etcéteras más.”
Podríamos pensar a la producción cultural como sostenida en tres capas superpuestas: una base amplia constituida por todos los habitantes participando en la producción, circulación y consumo de bienes y servicios culturales de los modos más diversos posibles; una segunda capa conformada por voluntarias y voluntarios que del modo más absolutamente amateur movilizan aquella participación popular y, finalmente, una capa profesional que desde lo público, lo privado o lo gubernamental dedica todo su tiempo y esfuerzo al desarrollo cultural.
Si entendemos, y compartimos, que el desarrollo cultural es el resultado de complejas interacciones entre las tres capas veremos que el envejecimiento, reducción y eventual desaparición del asociativismo cultural es una amenaza para todo el campo cultural. Incluso, y tal vez principalmente, para aquel de gestión privada.
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