La Nación de Buenos Aires publicó en estos días una nota titulada “Odio en las rede sociales” donde se analiza el fenómeno de los grupos que Facebook se constituyen para promover el odio hacia determinadas personas, grupos religiosos o étnicos.
“Pero son miles de usuarios más los que día a día se suman a otros grupos en donde el odio es la consigna convocante. "Odio a los bolivianos y a los paraguayos"; "echemos a los floggers de Facebook"; "muerte a los negros villeros" son algunas de las consignas que agrupan a miembros de Facebook, la red social de la gustan decir que, si fuera un país, sería el octavo del mundo, pues tiene más población que Rusia y que Japón.
"No hay que demonizar a la Web, Internet sólo refleja un problema cultural grave que existe en la sociedad donde es protagonista el odio y la discriminación", dijo a LA NACION María José Lubertino, titular del Inadi.
Ese organismo recibe por día unas 50 denuncias sobre sitios de Internet en los que se discrimina a personas. "No hay una legislación que regule esos contenidos; entonces, debemos regularlo según las leyes existentes, porque la Web no es un mundo paralelo", opinó Lubertino.”
Algún lector intentó terciar en el debate:
“Y daaaale que va con Facebook... como si hubiera cambiado la naturaleza humana. Desde las cuevas de Altamira hasta Facebook y lo que venga en el futuro, se reflejará el alma del hombre. Lo bueno, lo malo, todo.”
Ciertamente Internet no ha cambiado – ¿debería? – la naturaleza humana. El odio y la discriminación del humano otro u otra en razón de su condición – cualquiera ella fuera – son algunas de los rostros más perversos de la humanidad desde el principio de los tiempos.
Lo que Internet cambia son el tiempo y el espacio en que estas lacras se desenvuelven. Y lo que todavía no aprenden los estados es a moverse en ese tiempo acelerado que acorta todos los espacios. Incluso suelen terminar perdiendo la dimensión espacial que está detrás de todo hecho virtual incluido, por supuesto, el odio en todas sus formas.
Porque las personas que sufren los ataques no son virtuales, ocupan un tiempo y un espacio cierto. Lo mismo sus atacantes. Ninguno de ellos está – o debiera – fuera del alcance de las leyes.
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