Un artículo publicado el blog Kaniwa de la Dirección General de Bibliotecas de la Universidad Veracruzana pone en discusión el lugar del Estado y su administración cultural frente al mercado del libro. Con el título Paradojas del Gasto Educativo y Cultural en México comienza reproduciendo algunas ideas del ensayista Rafael Pérez Gay:
“En otras páginas he expresado mis dudas acerca del tamaño del editor estatal mexicano. Vuelvo a hacerlo aquí: ¿Tiene sentido sostener un Estado-editor de las dimensiones del que tenemos? No. ¿Tiene sentido editar cientos de miles de libros al año con una red no mayor de siete mil bibliotecas y un sistema de distribución que no excede los trescientos puntos de venta como los que regentea el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes? No. Es como comprarse veinticinco llantas de refacción para un solo coche, nada más por si se ofrece.
“Desde luego, no creo que el Estado deba abandonar la edición de libros, pero considero un error que se proponga como múltiple casa editora con los dineros públicos. El fracaso ha sido rotundo: el consumo no aumenta, la distribución es inexistente; en consecuencia, los lectores brillan por su ausencia y la industria editorial vive en un estado de desnutrición grave.”
El autor no promueve la desaparición del Estado – en este caso mexicano aunque el sayo puede caerle a otros estados – del mercado editorial sino que llama la atención sobre la necesidad de articular esa actividad de un modo que podríamos llamar más industrial:
“… hemos llegado al bochornoso escenario en el cual se diseña un plan editorial que quizás elogiarían en España, pero con un consumo como el de Nicaragua y un sistema de distribución y comercialización adecuado para un país como Barbados.” Y agrega: “Si se revisan el cine, el teatro o la música, aparecerá la misma fuerza paradójica: gastar el dinero en la misma casa de gobierno e instalar grandes aparatos sin público. ¿Quiere decir todo esto que el Estado no debe invertir en libros? No: quiere decir que debe gastar en bibliotecas (no en el delirio de una megabiblioteca) y en las editoriales privadas serias que sean capaces de surtir títulos que valgan la pena para enriquecer esos acervos”.
Sin pretender opinar sobre el fondo de la cuestión – asunto reservado a la ciudadanía de México – debemos decir que frecuentemente las políticas culturales van de extremo en extremo: a veces produciendo obras que a nadie llegan, otras contratando artistas con altísimas convocatorias de público que garantizan fama y aplausos a los decisores políticos.
El Estado puede – y debe – ser un productor cultural porque la reproducción de nuestras culturas no puede quedar subordinada al mercado. Pero debe hacerlo con la misma inteligencia de los mercados: construyendo cadenas de valor que garanticen la producción, la distribución y el consumo de bienes y servicios culturales.
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