JOSÉ MARÍA LASSALLE, Diputado del PP español firma un artículo de opinión en El Pais.Com bajo el título: “Cultura y modelo de crecimiento”.
Sin que esto se interprete en modo alguno como una adhesión a su postura política nos parece un excelente punto de partida para plantear algunas ideas sobre la relación entre cultura, política y estado. Debate que imaginamos eterno como la cultura misma: sujeta, por definición, al cambio, la innovación y la polémica.
No es nuestra intención opinar sobre el fondo de las cuestiones que afirma sobre la realidad española sino ver en qué medida sus postulados pueden sernos de utilidad para nuestros países.
“Entrado el siglo XXI no puede seguir hablándose de la cultura y proyectar sobre ella las sombras de una confrontación ideológica ensayada por los totalitarismos de entreguerras. Ya está bien de que se sigan asumiendo esquemas gramscianos que quieren monopolizar la visibilidad y representación pública de la cultura. En este sentido, no puede continuar alimentándose el desencuentro y la hostilidad.”(…)
“Hoy, la cultura exige un modelo de gestión que sirva y estimule la esencia de aquélla sin apriorismos dirigistas ni intervencionistas. Esto es, un modelo abierto que sirva a la libertad del creador, que defienda el talento y el genio creativos, que impulse el acceso igualitario y cosmopolita a la cultura, pero que al mismo tiempo tenga la capacidad institucional de orillar las banderías ideológicas o partidistas, de desterrar los localismos, así como las prácticas reduccionistas que han convertido la política cultural de algunas comunidades autónomas en una especie de erial al servicio del clientelismo.”
La política – entendida como búsqueda y conservación del poder y aún como arte del bien común – es un emergente de la cultura y no a la inversa. Gramsci es inseparable de la cultura italiana como Adam Smith de la inglesa. Pero es cierto que Europa – el mundo en general – no son hoy lo que fueron en 1850, ni siquiera en 1930 o 1980.
Desde ambos puntos de vista es cierto que mantener las políticas culturales ancladas en los conflictos de entreguerras es, cuando menos, un despropósito. Probablemente debiera decirse otro tanto de los debates de posguerra en torno a las industrias culturales.
La fenomenal democratización de los medios de comunicación que siguió a la implosión del estado soviético ha ampliado a niveles impensables la participación de las personas en los mercados culturales.
Pero no hizo desaparecer las tendencias monopólicas de ciertos capitalismos ni la concentración de audiencias en unos pocos grandes difusores ni, mucho menos, la disparidad de accesos a la cultura que sufren muchos colectivos y aún regiones enteras del planeta.
Ningún estado – ni toda su burocracia cultural junta – podrá generar jamás un Picasso o un Borges. Pero sin el estado muchos todavía no sabrían leer ni podrían ir a una galería de arte ni, mucho menos, acceder a una educación artística.
Tachar de “dirigista e intervencionista” la activa participación del estado en el campo cultural de modo apriorístico es tan antiguo como debatirla exclusivamente en términos marxistas. Párrafo aparte merece el tema de “desterrar los localismos”, pero sobre esto volveremos luego.
“Precisamente, hoy, cuando el siglo XXI trastorna buena parte de los contenidos que corresponden a la cultura, se echa de menos un Estado que fortalezca su proyección cultural a la hora de impulsar interiormente la vertebración común de nuestra nación, su imagen exterior y el aprovechamiento de todas las utilidades económicas asociadas al desarrollo de nuestras incipientes industrias culturales.”
(…)
“España tiene ante sí el reto de hacer de su cultura plural, pero común gracias al soporte del castellano, un sector estratégico al que orientar sus energías emprendedoras. Juan Carlos Giménez ha destacado el "valor económico del español" asociado al poder de compra e intercambio que tiene un club internacional con 450 millones de hablantes en todo el mundo. Nuestras industrias culturales son plenamente conscientes de ello, pero no nuestra sociedad ni tampoco nuestros poderes públicos. La disgregación de competencias, el solapamiento de instituciones, la fragmentación y la carencia de una estrategia de Estado lastran las posibilidades de acción en este ámbito. España no necesita un modelo dirigista que emule el diseño de excepcionalidad planteado por Francia. (…) El modelo de crecimiento que debemos ser capaces de impulsar debe confiar en la fortaleza de sus emprendedores y el talento genial de sus creadores. Ha de encontrar estímulos para que alcance por sí solo su mayoría de edad, no corsés que asfixien la extraordinaria potencialidad de crecimiento que aloja en su seno. Debe coordinar y poner en unas solas manos una acción de fomento que, despojada de retóricas nacionalistas y estatistas, canalice toda nuestra energía cultural hacia el exterior.”
Estos son tiempos de explosión global. Tanto por el impulso ya imparable que tiene la formación de una cultura planetaria cuanto por la crisis derramada desde los mercados financieros hacia la economía global. La proyección de la propia cultura como estrategia de desarrollo –coincidimos con el diputado español – es o debiera ser el objetivo prioritario de nuestros estados.
Porque la planetarización de la cultura no será igual si reproduce las hegemonías de la guerra fría que si resulta de la interacción más o menos igualitaria de la compleja, heterogénea y cambiante diversidad cultural de la experiencia humana.
¿Y lo local? Partamos del mismo ejemplo: las 450 millones de personas que hablamos castellano no queremos ser reducidas a la categoría de hispanohablantes.
Muchas de esas personas tiene además una segunda lengua: catalán, mapuche, aymará o gallego por citar algunos ejemplos bioceánicos.
Otras muchas hablamos también inglés como segunda lengua o como lengua del habitar cotidiano, tal el caso de los hispanohablantes de Estados Unidos.
El idioma porta la identidad cultural y la expresa pero la identidad cultural excede al idioma conteniendo otros aspectos de la cultura de los pueblos. Esos aspectos ocurren en un territorio concreto, un hábitat culturizado que no puede ser considerado un simple localismo a “desterrar” sin más.
El negocio de la lengua común tiene el valor de las capacidades, talentos y convivencias que seamos capaces de poner en juego las personas e instituciones que la usamos cotidianamente. Y nada mejor para impedir la convivencia que la imposición de una identidad apriorística aunque sea a excusa del común idioma.
Cultura, política y estado deben articularse en la proyección global de la diversidad humana, enriqueciendo las culturas territoriales y fecundando la cultura global con los valores, estéticas y prácticas que hombres y mujeres vivimos cotidianamente en nuestros territorios, tengan el tamaño que tengan. Alguien llamó a esto cultura glocal.
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1 comentario:
Bueno aca en Argentina se hablo mucho de esas tres cosas con la ley de medios K
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