Más allá de sentimientos religiosos las fiestas de fin de año cumplen el lugar de la renovación. Un año calendario – tan arbitrario, tan cultural como cualquier otro – termina y cada cual hace balances y proyecta sueños y deseos.
Por cierto hay muchas maneras de celebrar el cambio de ciclo. Y la gestión cultural no es ajena a esos modelos.
Desde el cómodo etnocentrismo capaz de imponer los propios símbolos a sangre y fuego; hasta las sutilezas de formas artísticas que se sostienen clásicas frente a otras prácticas estéticas.
Un poeta cuyos datos lamentablemente no recordamos escribió un villancico que sintetiza una mirada más abierta:
Pequeño niño Jesús,
Adonde te encontraré
tu abuela te está buscando
por los portales de Glew
Una advocación del milagro evangélico que busca inculturarse en el paisaje local, sus colores, su gente, su historia.
Alude a las murales de la capilla Santa Ana de Glew. Allí el evangelio proclama su universalidad pero también su dimensión local, profundamente adherido a todo suelo habitado por la humanidad.
Un modelo artístico que propone una navidad americana, cargada de empanadas, piedras del inca y paisaje local. Una navidad celebrada por un ángel negro junto a uno blanco.
Así como la Navidad, también el cambio de año tiene sus particularidades locales. Y no hace falta remitirse demasiado lejos para ver cómo las ciudades, las comunidades, desarrollan sus propios ritos festivos.
En la ciudad de La Plata – capital de la Provincia de Buenos Aires – acostumbran quemar muñecos que, según noticias periodísticas:
“Para muchos vecinos de la capital provincial, este ritual, que se repite en los barrios desde la década de 1950, representa la quema de todo lo malo que pasó durante el año para darle la bienvenida a lo nuevo, a lo que vendrá.”
Una renovación del tiempo y la esperanza asociada al cambio calendario oficial. Un equipo multidisciplinario estudio el fenómeno que, al decir de la antropóloga del grupo:
“vimos que desborda el marco de la ciudad, que también se realiza en ciudades vecinas del gran La Plata y que es una práctica que se da en todas las clases sociales. Además, que no hay ningún dispositivo oficial para que se haga, sino que es algo que sale espontáneamente de los constructores. Asimismo, que tanto jóvenes como adultos ponen mucho dinero y que los chicos consiguen mucha plata para los fuegos artificiales”.
Es que la fiesta pertenece al campo de la cultura y como tal es “social e histórica”, descree de ritmos impuestos y va consagrando sus propios contenidos y su propia sociabilidad.
Seguramente cada ciudad, cada comunidad, tiene sus propios ritos, sus propios modos de asumir la sacralidad del tiempo. Desde aquí quisimos recordarlas a todas en estos dos ejemplos que, por distintos motivos, nos resultan cercanos.
Las fiestas de fin de año son también una oportunidad para revisar nuestro suelo, conocer a nuestra gente y sus costumbre y, sobre todo, para celebrar la esperanza en un futuro más justo, más compartido.
Muchas felicidades
Por cierto hay muchas maneras de celebrar el cambio de ciclo. Y la gestión cultural no es ajena a esos modelos.
Desde el cómodo etnocentrismo capaz de imponer los propios símbolos a sangre y fuego; hasta las sutilezas de formas artísticas que se sostienen clásicas frente a otras prácticas estéticas.
Un poeta cuyos datos lamentablemente no recordamos escribió un villancico que sintetiza una mirada más abierta:
Pequeño niño Jesús,
Adonde te encontraré
tu abuela te está buscando
por los portales de Glew
Una advocación del milagro evangélico que busca inculturarse en el paisaje local, sus colores, su gente, su historia.
Alude a las murales de la capilla Santa Ana de Glew. Allí el evangelio proclama su universalidad pero también su dimensión local, profundamente adherido a todo suelo habitado por la humanidad.
Un modelo artístico que propone una navidad americana, cargada de empanadas, piedras del inca y paisaje local. Una navidad celebrada por un ángel negro junto a uno blanco.
Así como la Navidad, también el cambio de año tiene sus particularidades locales. Y no hace falta remitirse demasiado lejos para ver cómo las ciudades, las comunidades, desarrollan sus propios ritos festivos.
En la ciudad de La Plata – capital de la Provincia de Buenos Aires – acostumbran quemar muñecos que, según noticias periodísticas:
“Para muchos vecinos de la capital provincial, este ritual, que se repite en los barrios desde la década de 1950, representa la quema de todo lo malo que pasó durante el año para darle la bienvenida a lo nuevo, a lo que vendrá.”
Una renovación del tiempo y la esperanza asociada al cambio calendario oficial. Un equipo multidisciplinario estudio el fenómeno que, al decir de la antropóloga del grupo:
“vimos que desborda el marco de la ciudad, que también se realiza en ciudades vecinas del gran La Plata y que es una práctica que se da en todas las clases sociales. Además, que no hay ningún dispositivo oficial para que se haga, sino que es algo que sale espontáneamente de los constructores. Asimismo, que tanto jóvenes como adultos ponen mucho dinero y que los chicos consiguen mucha plata para los fuegos artificiales”.
Es que la fiesta pertenece al campo de la cultura y como tal es “social e histórica”, descree de ritmos impuestos y va consagrando sus propios contenidos y su propia sociabilidad.
Seguramente cada ciudad, cada comunidad, tiene sus propios ritos, sus propios modos de asumir la sacralidad del tiempo. Desde aquí quisimos recordarlas a todas en estos dos ejemplos que, por distintos motivos, nos resultan cercanos.
Las fiestas de fin de año son también una oportunidad para revisar nuestro suelo, conocer a nuestra gente y sus costumbre y, sobre todo, para celebrar la esperanza en un futuro más justo, más compartido.
Muchas felicidades
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